lunes, 30 de noviembre de 2015

QUÉ SIGNIFICA SER DE IZQUIERDA EN EL SIGLO XXI - Por Jorge Tula*





Texto inédito

Derecha e izquierda son categorías y corrientes políticas fundamentales que han recorrido los últimos dos siglos, dejando huellas que no se pueden borrar hasta ahora.
            En el caso de la izquierda, su núcleo ideológico fundante es la idea de igualdad (ahora se dice de igual dignidad o valor de una persona), de la cual (OJO). Pero, además, otro signo distintivo de la izquierda es la creencia, la convicción, de que la sociedad podía ser conocida científicamente y que, por lo tanto era posible modificar su espontáneo desarrollo a través de un programa conscientemente elaborado que, a la vez, permitiría avanzar hacia el logro de esa meta irrenunciable que es la igualdad.
            En su largo recorrido la izquierda ha asumido formas históricas diversas de acuerdo a los tiempos y lugares. En un primer momento, la izquierda hace suya los reclamos de democratización política de las capas burguesas. Es la fase liberal de la izquierda. La segunda, es cuando la izquierda emprende un recorrido que le permite alejarse de condiciones  sociales y económicas que impedían avanzar hacia una igualdad mayor que la que otorgaban los presupuestos jurídicos-formales. Este largo periodo, que va de fines del siglo XIX hasta nuestros días, es la fase genéricamente socialista.
            En este segundo periodo se produce una fractura que habría de persistir hasta nuestros días. Dos lecturas diferentes de los acontecimientos y dos propuestas políticas que difieren estratégicamente transitarán hasta ahora alternando en lo que a éxitos políticos se refiere. Una tendencia revolucionaria, que logró gobernar el este europeo durante más de 70 años, hasta 1979, y China y otros países asiáticos que siguieron un mismo recorrido y que aún no han renegado de su pasado. Y por otro lado una tendencia reformista y gradualista, que tuvo logros notables en Europa occidental y que en estos últimos años ha sufrido los efectos del huracán neoliberal, que lograron erosionar los cimientos con los que había construido el Estado de bienestar.
            El pasaje de una fase a la otra, es decir de la izquierda liberal-radical a la izquierda socialista, significa un cambio profundo. El enemigo o adversario, como se quiera llamar, ya no es el mismo: ha dejado de ser el Antiguo Régimen para ser esa burguesía que empezaría a construir los pilares que sostenían el nuevo sistema económico que habría de llamarse capitalismo.

            Y cambia también, por cierto, el objetivo histórico fundamental, ya que de los derechos civiles y políticos se pasa a la exigencia de nuevas condiciones materiales de vida, a tratar de lograr lo que ahora llamamos derechos sociales.

          Y estos nuevos e inéditos reclamos son posibles, entre otras cosas, porque el sector social sobre el que se apoya este nuevo proyecto político ya no lo constituyen las capas burguesas, pequeñoburguesas y artesanas, sino esa nueva clase social que empieza a aparecer en un escenario que ya no es el mismo: la clase obrera.
            La segunda mitad del siglo pasado, cuando todavía las dos izquierdas  desempeñaban papeles protagónicos en el escenario mundial, una de ellas, la “izquierda revolucionaria”, empezaba a exhibir las falencias de sus construcciones políticas y sociales.
            La otra izquierda, la izquierda socialdemócrata, o sea el socialismo democrático, alcanzó una serie de logros que formaban parte de sus objetivos y que le dio un rasgo distintivo a la fase socialista. Además de fortalecer y aggiornar el disfrute no sólo formal de los derechos políticos y de los poderes democráticos, consiguió brindar a la gran mayoría de los ciudadanos altos grados de ocupación, de educación, de seguridad social, y generó una movilidad social que sólo se puede alcanzar cuando no se reniega de las aspiraciones a conseguir la mayor igualdad posible.
            El paso de una fase socialista a otra permitiría sostener, aunque sea provisoriamente, la creencia de que este fenómeno muestra no sólo la discontinuidad que existe por el hecho del tránsito de una fase a otra, sino también continuidad y conservación. O sea que estaríamos en presencia de un cambio que incorpora, que es capaz de redefinir, pero también se trata de una transformación que tiene presente que debe conservar algunas cosas. ¿Qué es lo que puede y debe conservar? Pues bien, debe conservar sus valores de igualdad, de participación democrática, etc., pero además tiene que conservar la creencia, la convicción de que la sociedad puede ser conocida mediante categorías interpretativas propias de los saberes científicos, y que, después de un abordaje de ese tipo, es posible modificar el desarrollo espontáneo de la sociedad, que podía llevar quien sabe adonde, aunque generalmente conduce al incremento de la injustita y de la desigualdad. Y, como decíamos anteriormente, los cambios progresivos sólo se podían lograrlos mediante  un programa conscientemente diseñado.
            Siguiendo con la idea de la transformación que conserva, que acompañó hasta ahora a las dos fases por las que transitó la izquierda hasta nuestros días, y que acaso debería seguir acompañándola en el futuro, y teniendo en cuenta que la segunda fase de la izquierda, la fase socialdemócrata, parece haberse cumplido, ingresamos en un especie de impasse, en el sentido de que estaríamos en un momento de redefinición de los objetivos, como seguramente lo hizo la izquierda en el tránsito de la primera a la segunda fase.
            That is the cuestion. Como sucede muchas veces en los distintos órdenes de la vida, ciertas cosas que consiguen generan un acostumbramiento que impiden avanzar hacia cosas nuevas que requieren de diversas experimentaciones y experiencias para que pueda lograr que sean consideradas como conquistas que favorecen el desarrollo de cada uno de nosotros. Ese acostumbramiento a las pequeñas cosas de la vida que han mejorado nuestra existencia, también se extiende, por ejemplo, a las instituciones que teníamos como telón de fondo y que ni siquiera advertíamos de su existencia mientras ellas ordenaban la sociedad y resguardaban los logros adquiridos.
Ese acostumbramiento generalmente también interviene para frenar y hasta detener esa tendencia del pensamiento y de la razón a la innovación por que ellos mismos necesitan de ella para no traicionarse a sí mismos. Pero sin embargo pueden llegar, el pensamiento y la razón, a creer, por ejemplo, que esos artefactos que han sido capaces de imaginar y de poner en funcionamiento para evitar que la vida de mujeres y hombres transiten por avenidas en donde el desorden puede llegar hasta quitar la vida de los seres humanos, que esos artefactos, a los que se designa con el nombre de instituciones,  y las formas que les han sido dadas, le han sido provistas de una vez para siempre. Acaso olvidando que toda creación humana se realiza en determinadas condiciones históricas, y que las mutaciones a las que nos tiene acostumbrados la vida y la historia: la vida que es pasado, presente y futuro, para que haya futuro, porvenir; y la historia que registra el largo recorrido que mujeres y hombres han realizado, y que nos muestra las dificultades y los logros alcanzados, tal vez para enseñarnos que nuestros hijos y nietos no serán iguales que nosotros, que el entorno que lo rodeará, necesariamente influirá sobre sus pensamientos, sobre sus sentimientos, sobre sus fantasías, sobre su imaginario, y que todas estas cosas hará de ellos personas diferentes a nosotros, con aspiraciones que no serán como las nuestras, con necesidades también distintas, con comportamientos que tendrán poco que ver con los nuestros. Las instituciones, esas especie de semáforos que permiten ordenar el tránsito que nosotros realizamos por las avenidas de la democracia, ¿seguirán funcionando como ahora, más o menos bien, más o menos mal, o los atascamientos de tránsito serán cada vez peores hasta el extremo de la intransitabilidad? ¿Seguiremos utilizando los mismos semáforos o daremos rienda suelta a nuestra imaginación e inteligencia para crear otros artefactos que de nuevo vuelvan a permitir un tránsito más o menos ágil?

 
En varios lugares, acaso en el mundo todo,  y desde hace algún tiempo se viene padeciendo y denunciando la distorsión de las sociedades en las que nos toca vivir ahora, los procesos de globalización que se manifiestan en el mundo no solamente económico, sino que también afecta la escena política y otros aspectos importantes de la vida de nuestras sociedades, como las consecuencias dramáticas de los procesos de cambio que se están dando sin protección alguna de quienes se ven más afectados, la fragilidad de los vínculos afectivos, el surgimiento de identidades “líquidas” e inestables, como dice Zygmunt Bauman, que se caracterizan por la incapacidad para aceptar responsabilidades y compromisos duraderos.
A este nuevo clima de época que ahora vivimos, Colin Crouch lo ha designado con el nombre de “posdemocracia, y dice que se trataría de un periodo de declinación que sigue a los periodos de democracia fuerte. Se trataría entonces de un momento en el que continúan manteniéndose las instituciones democráticas, pero con síntomas de una enfermedad que avanza progresivamente sobre esa democracia activa que alguna vez se insinuó incluso en nuestro país, y que se concretó mejor en otros lados, hasta tal punto que resiste mejor que nosotros los embates de esa nueva expresión del capitalismo que no está llevando a la disgregación.
Así las cosas, se hace necesario mencionar algunas manifestaciones de este trastorno: una notable disminución de los deseos de participación, declinación política de las clases sociales que fueron actoras principales del proceso que dio lugar a la democracia de masas, nacimiento de nuevas clases sociales que carecen aún  de voz autónoma, crisis de los partidos políticos, banalización de la discusión política, aparición de los medios de comunicación masiva como los nuevos mediadores entre las necesidades de los diversos sectores sociales y gobierno, incremento de la manipulación mediática, etc.. Hasta hace no mucho tiempo esto, o parte de todo esto, estaba presente en la vida social y política de nuestro país y el mundo en una dosis que no perturbaba con intensidad el funcionamiento de una democracia que aspiraba incluso a ser mejor.
Cuando nos referimos a este pasado aludimos al periodo inmediatamente anterior al que hemos designado como posdemocracia, es decir a aquel periodo de la economía capitalista en el que se consideraba que era conveniente avanzar promoviendo y adquiriendo trabajo, y en un escenario que tenía como actor de primera línea a un Estado preocupado por una justicia que facilitaba la transacción laboral. Y esta intervención estatal para brindar una vida digna no sólo se llevaba a cabo para satisfacer un reclamo de tipo ético, sino que además se realizaba porque existía el convencimiento de que se trataba de una intervención racional y segura. Y, desde luego, esto se podía poner en práctica porque el Estado había logrado dar vida a un ámbito adecuado para que se lleve a cabo el “matrimonio entre poder (la capacidad de hacer las cosas) y política (la posibilidad de dirigirlas)”. Como podrán advertir el periodo que acabamos de describir sumariamente es esa segunda fase de la vida de la izquierda.
Sin embargo, no hubo de pasar demasiado tiempo para que ese matrimonio se divorciara y para que tengamos ante nosotros, por un lado a la política sin poder, y por el otro el poder emancipado del control político y con libertad para pasearse jactanciosamente y sin traba alguna por el espacio global. En este escenario, como es obvio, en cada la política ha empezado a tener mayores dificultades para resolver sus problemas en los espacios nacionales y para trascender las fronteras locales e intervenir en esos lugares en donde ahora se decide, con mayor intensidad que antes, su destino.
En esta breve reflexión hemos abundado sobre el escenario global, porque cada vez se hace más difícil para la política transitar sólo por los territorios nacionales, pensar sólo en y para el escenario local. Si así fuera, debemos esforzarnos por mirar más allá de nuestras fronteras, para leer en ese libro abierto que es el mundo y que está escrito en diversos idiomas, percatarse de que cada vez es más importante beber del vaso de otras culturas y aprender lo que ellas pueden brindar. Y que si no entendemos esto los argentinos, ingresaremos con mayores dificultades en el futuro.
En este nuevo panorama, además, el instrumento por excelencia al que recurrían las organizaciones políticas de izquierda para intervenir e impedir o atenuarlas diversas manifestaciones de disgregación que siempre acompañan a las políticas capitalistas, carece de la fuerza e inteligencia que hasta hace no mucho tiempo tuvo. Porque el estado, a él nos estábamos refiriendo, ya no es el mismo. Y tampoco lo es ese intérprete y trasmisor de las demandas y energías sociales que era el partido de masas, y que tenía tal envergadura que era algo así como un Estado dentro del Estado. Quienes hacen de trasmisor ahora son los medios de comunicación de masas, y el papel de intérprete en buena medida está vacante porque quien lo había sido hasta hace poco actualmente padece de limitaciones que le impiden actuar con inteligencia y decisión en un mundo que, ahora, apenas entiende. Y, por otro lado, porque cualquier otro pretendiente carece de la envergadura que requiere una sociedad y una ciudadanía más exigente en ciertas cosas, y, por otro, más permeable a los cantos de sirenas. Y también más compleja.
 
Si el mundo que vivimos ya no es el mismo, si las relaciones sociales tampoco, si las formas de producción poco o nada tienen que ver con las que conocimos hasta ahora, ¿se puede seguir creyendo que los instrumentos que la política, al menos de la política de izquierda, había inventado y dado forma para tornar más justo un mundo plagado de desigualdades, pueden seguir siendo los mismos a los efectos de impedir las crecientes injusticias, las disgregaciones y las fracturas sociales, y a la vez poder encaminarnos a esa sociedad a la que siempre hemos aspirado y apostado las mujeres y hombres socialistas? ¿Podemos seguir creyendo que el Estado realmente existente y los partidos políticos tal cual se presentan en los distintos escenarios nacionales están en condiciones de ser los actores fundamentales del cambio de esta sociedad del nuevo milenio, que está integrada por mujeres y hombres que ya no son los mismos que los de hace pocos años, porque su manera de pensar, de sentir, sus fantasías, sus sentimientos, en fin, su subjetividad, difiere en una medida que ni siquiera sospechamos? ¿Cómo dirigirse a ellos, es decir cómo establecer relaciones con ellos, que reaccionan ante la vida, generalmente adversa para la mayoría, con la razón pero también con el corazón, es decir con los sentimientos, con la fantasía y hasta con el mismo cuerpo? ¿Acaso apelando sólo a la razón, con un conjunto de ideas que nosotros llamamos programa, y que generalmente es algo farragoso y muchas veces insustancial y abusivamente reiterativo, al que casi todos abandonan ni bien empiezan a leerlo porque parece más de los mismo y apenas difiere de otros que también le entregaron de la mano? Si bien es cierto que la política es elaboración de ideas que nos permiten entender qué es lo que pasa en el mundo que vivimos para después poder transformarlo y tornarlo más justo, también es cierto que no es solamente eso. La política también es, y en una medida muy importante, comunicación, transmisión, relación, estar al lado del otro, generación de confianza, creación de afectos. Comunidad.

* Invierno de 2005. Texto de formación política, preparado por el Negro para el encuentro de la Juventud Socialista en la Casa del Pueblo de Lanús


Abraham Regino Vigo
El orador (The speaker), 1933
etching, 25 x 22 cm
Museo de Bellas Artes
La Plata