Texto inédito
Derecha
e izquierda son categorías y corrientes políticas fundamentales que han
recorrido los últimos dos siglos, dejando huellas que no se pueden borrar hasta
ahora.
En el caso de la izquierda, su
núcleo ideológico fundante es la idea de igualdad (ahora se dice de igual
dignidad o valor de una persona), de la cual (OJO). Pero, además, otro signo
distintivo de la izquierda es la creencia, la convicción, de que la sociedad podía
ser conocida científicamente y que, por lo tanto era posible modificar su
espontáneo desarrollo a través de un programa conscientemente elaborado que, a
la vez, permitiría avanzar hacia el logro de esa meta irrenunciable que es la
igualdad.
En su largo recorrido la izquierda
ha asumido formas históricas diversas de acuerdo a los tiempos y lugares. En un
primer momento, la izquierda hace suya los reclamos de democratización política
de las capas burguesas. Es la fase liberal de la izquierda. La segunda, es
cuando la izquierda emprende un recorrido que le permite alejarse de
condiciones sociales y económicas que
impedían avanzar hacia una igualdad mayor que la que otorgaban los presupuestos
jurídicos-formales. Este largo periodo, que va de fines del siglo XIX hasta nuestros
días, es la fase genéricamente socialista.
En este segundo periodo se produce
una fractura que habría de persistir hasta nuestros días. Dos lecturas
diferentes de los acontecimientos y dos propuestas políticas que difieren
estratégicamente transitarán hasta ahora alternando en lo que a éxitos
políticos se refiere. Una tendencia revolucionaria, que logró gobernar el este
europeo durante más de 70 años, hasta 1979, y China y otros países asiáticos
que siguieron un mismo recorrido y que aún no han renegado de su pasado. Y por
otro lado una tendencia reformista y gradualista, que tuvo logros notables en
Europa occidental y que en estos últimos años ha sufrido los efectos del
huracán neoliberal, que lograron erosionar los cimientos con los que había
construido el Estado de bienestar.
El pasaje de una fase a la otra, es
decir de la izquierda liberal-radical a la izquierda socialista, significa un
cambio profundo. El enemigo o adversario, como se quiera llamar, ya no es el
mismo: ha dejado de ser el Antiguo Régimen para ser esa burguesía que empezaría
a construir los pilares que sostenían el nuevo sistema económico que habría de
llamarse capitalismo.
Y estos nuevos e inéditos reclamos
son posibles, entre otras cosas, porque el sector social sobre el que se apoya
este nuevo proyecto político ya no lo constituyen las capas burguesas,
pequeñoburguesas y artesanas, sino esa nueva clase social que empieza a
aparecer en un escenario que ya no es el mismo: la clase obrera.
La segunda mitad del siglo pasado,
cuando todavía las dos izquierdas
desempeñaban papeles protagónicos en el escenario mundial, una de ellas,
la “izquierda revolucionaria”, empezaba a exhibir las falencias de sus
construcciones políticas y sociales.
La otra izquierda, la izquierda
socialdemócrata, o sea el socialismo democrático, alcanzó una serie de logros
que formaban parte de sus objetivos y que le dio un rasgo distintivo a la fase
socialista. Además de fortalecer y aggiornar
el disfrute no sólo formal de los derechos políticos y de los poderes
democráticos, consiguió brindar a la gran mayoría de los ciudadanos altos
grados de ocupación, de educación, de seguridad social, y generó una movilidad
social que sólo se puede alcanzar cuando no se reniega de las aspiraciones a
conseguir la mayor igualdad posible.
El paso de una fase socialista a
otra permitiría sostener, aunque sea provisoriamente, la creencia de que este
fenómeno muestra no sólo la discontinuidad que existe por el hecho del tránsito
de una fase a otra, sino también continuidad y conservación. O sea que
estaríamos en presencia de un cambio que incorpora, que es capaz de redefinir,
pero también se trata de una transformación que tiene presente que debe
conservar algunas cosas. ¿Qué es lo que puede y debe conservar? Pues bien, debe
conservar sus valores de igualdad, de participación democrática, etc., pero
además tiene que conservar la creencia, la convicción de que la sociedad puede
ser conocida mediante categorías interpretativas propias de los saberes
científicos, y que, después de un abordaje de ese tipo, es posible modificar el
desarrollo espontáneo de la sociedad, que podía llevar quien sabe adonde,
aunque generalmente conduce al incremento de la injustita y de la desigualdad.
Y, como decíamos anteriormente, los cambios progresivos sólo se podían lograrlos
mediante un programa conscientemente
diseñado.
Siguiendo con la idea de la
transformación que conserva, que acompañó hasta ahora a las dos fases por las
que transitó la izquierda hasta nuestros días, y que acaso debería seguir
acompañándola en el futuro, y teniendo en cuenta que la segunda fase de la
izquierda, la fase socialdemócrata, parece haberse cumplido, ingresamos en un
especie de impasse, en el sentido de
que estaríamos en un momento de redefinición de los objetivos, como seguramente
lo hizo la izquierda en el tránsito de la primera a la segunda fase.
That
is the cuestion. Como sucede muchas veces en los distintos órdenes de la
vida, ciertas cosas que consiguen generan un acostumbramiento que impiden
avanzar hacia cosas nuevas que requieren de diversas experimentaciones y
experiencias para que pueda lograr que sean consideradas como conquistas que
favorecen el desarrollo de cada uno de nosotros. Ese acostumbramiento a las
pequeñas cosas de la vida que han mejorado nuestra existencia, también se
extiende, por ejemplo, a las instituciones que teníamos como telón de fondo y
que ni siquiera advertíamos de su existencia mientras ellas ordenaban la
sociedad y resguardaban los logros adquiridos.
Ese acostumbramiento generalmente también interviene
para frenar y hasta detener esa tendencia del pensamiento y de la razón a la
innovación por que ellos mismos necesitan de ella para no traicionarse a sí
mismos. Pero sin embargo pueden llegar, el pensamiento y la razón, a creer, por
ejemplo, que esos artefactos que han sido capaces de imaginar y de poner en
funcionamiento para evitar que la vida de mujeres y hombres transiten por
avenidas en donde el desorden puede llegar hasta quitar la vida de los seres
humanos, que esos artefactos, a los que se designa con el nombre de
instituciones, y las formas que les han
sido dadas, le han sido provistas de una vez para siempre. Acaso olvidando que
toda creación humana se realiza en determinadas condiciones históricas, y que las
mutaciones a las que nos tiene acostumbrados la vida y la historia: la vida que
es pasado, presente y futuro, para que haya futuro, porvenir; y la historia que
registra el largo recorrido que mujeres y hombres han realizado, y que nos
muestra las dificultades y los logros alcanzados, tal vez para enseñarnos que
nuestros hijos y nietos no serán iguales que nosotros, que el entorno que lo
rodeará, necesariamente influirá sobre sus pensamientos, sobre sus
sentimientos, sobre sus fantasías, sobre su imaginario, y que todas estas cosas
hará de ellos personas diferentes a nosotros, con aspiraciones que no serán
como las nuestras, con necesidades también distintas, con comportamientos que
tendrán poco que ver con los nuestros. Las instituciones, esas especie de
semáforos que permiten ordenar el tránsito que nosotros realizamos por las
avenidas de la democracia, ¿seguirán funcionando como ahora, más o menos bien,
más o menos mal, o los atascamientos de tránsito serán cada vez peores hasta el
extremo de la intransitabilidad? ¿Seguiremos utilizando los mismos semáforos o
daremos rienda suelta a nuestra imaginación e inteligencia para crear otros
artefactos que de nuevo vuelvan a permitir un tránsito más o menos ágil?
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A este nuevo clima de época que ahora vivimos, Colin
Crouch lo ha designado con el nombre de “posdemocracia, y dice que se trataría
de un periodo de declinación que sigue a los periodos de democracia fuerte. Se
trataría entonces de un momento en el que continúan manteniéndose las
instituciones democráticas, pero con síntomas de una enfermedad que avanza
progresivamente sobre esa democracia activa que alguna vez se insinuó incluso
en nuestro país, y que se concretó mejor en otros lados, hasta tal punto que
resiste mejor que nosotros los embates de esa nueva expresión del capitalismo
que no está llevando a la disgregación.
Así las cosas, se hace necesario mencionar algunas
manifestaciones de este trastorno: una notable disminución de los deseos de
participación, declinación política de las clases sociales que fueron actoras
principales del proceso que dio lugar a la democracia de masas, nacimiento de nuevas
clases sociales que carecen aún de voz
autónoma, crisis de los partidos políticos, banalización de la discusión
política, aparición de los medios de comunicación masiva como los nuevos
mediadores entre las necesidades de los diversos sectores sociales y gobierno,
incremento de la manipulación mediática, etc.. Hasta hace no mucho tiempo esto,
o parte de todo esto, estaba presente en la vida social y política de nuestro
país y el mundo en una dosis que no perturbaba con intensidad el funcionamiento
de una democracia que aspiraba incluso a ser mejor.
Cuando nos referimos a este pasado aludimos al periodo
inmediatamente anterior al que hemos designado como posdemocracia, es decir a
aquel periodo de la economía capitalista en el que se consideraba que era
conveniente avanzar promoviendo y adquiriendo trabajo, y en un escenario que
tenía como actor de primera línea a un Estado preocupado por una justicia que
facilitaba la transacción laboral. Y esta intervención estatal para brindar una
vida digna no sólo se llevaba a cabo para satisfacer un reclamo de tipo ético,
sino que además se realizaba porque existía el convencimiento de que se trataba
de una intervención racional y segura. Y, desde luego, esto se podía poner en
práctica porque el Estado había logrado dar vida a un ámbito adecuado para que
se lleve a cabo el “matrimonio entre poder (la capacidad de hacer las cosas) y
política (la posibilidad de dirigirlas)”. Como podrán advertir el periodo que
acabamos de describir sumariamente es esa segunda fase de la vida de la
izquierda.
Sin embargo, no hubo de pasar demasiado tiempo para
que ese matrimonio se divorciara y para que tengamos ante nosotros, por un lado
a la política sin poder, y por el otro el poder emancipado del control político
y con libertad para pasearse jactanciosamente y sin traba alguna por el espacio
global. En este escenario, como es obvio, en cada la política ha empezado a
tener mayores dificultades para resolver sus problemas en los espacios
nacionales y para trascender las fronteras locales e intervenir en esos lugares
en donde ahora se decide, con mayor intensidad que antes, su destino.
En esta breve reflexión hemos abundado sobre el
escenario global, porque cada vez se hace más difícil para la política
transitar sólo por los territorios nacionales, pensar sólo en y para el
escenario local. Si así fuera, debemos esforzarnos por mirar más allá de
nuestras fronteras, para leer en ese libro abierto que es el mundo y que está
escrito en diversos idiomas, percatarse de que cada vez es más importante beber
del vaso de otras culturas y aprender lo que ellas pueden brindar. Y que si no
entendemos esto los argentinos, ingresaremos con mayores dificultades en el
futuro.
En este nuevo panorama, además, el instrumento por
excelencia al que recurrían las organizaciones políticas de izquierda para
intervenir e impedir o atenuarlas diversas manifestaciones de disgregación que
siempre acompañan a las políticas capitalistas, carece de la fuerza e
inteligencia que hasta hace no mucho tiempo tuvo. Porque el estado, a él nos
estábamos refiriendo, ya no es el mismo. Y tampoco lo es ese intérprete y
trasmisor de las demandas y energías sociales que era el partido de masas, y
que tenía tal envergadura que era algo así como un Estado dentro del Estado.
Quienes hacen de trasmisor ahora son los medios de comunicación de masas, y el
papel de intérprete en buena medida está vacante porque quien lo había sido
hasta hace poco actualmente padece de limitaciones que le impiden actuar con
inteligencia y decisión en un mundo que, ahora, apenas entiende. Y, por otro
lado, porque cualquier otro pretendiente carece de la envergadura que requiere
una sociedad y una ciudadanía más exigente en ciertas cosas, y, por otro, más
permeable a los cantos de sirenas. Y también más compleja.
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Abraham Regino Vigo
El orador (The speaker), 1933
etching, 25 x 22 cm
Museo de Bellas Artes
La Plata